Bonita palabra

Os anexo otro artículo de la VNAGUARDIA que me ha dado una idea para proponer en los JOCS FLORALS: Un concurso de palabras realizado por los alumnos, y que a base de votaciones elija la palabra del año.
JORDI LLAVINA – 05/04/2006La Escuela de Escritores de Madrid propone elegir la palabra más bella del castellano. En su web lo cuentan todo al dedillo: www.escueladeescritores.com (en las bases de la convocatoria no se prohíbe a Andrés Trapiello que participe en la elección. Deberían, sin duda. Trapiello, como demostró con creces en este periódico, conoce todas las palabras castellanas y, por lo tanto, parte con ventaja). En la pantalla anunciante, Pérez Reverte vota por ultramarino. Lo de menos es el significado. Importan otras cosas: el sonido, las sugerencias íntimas que se asocian a determinada voz, el ritmo, la calidad estética. La idea tiene gracia, porque las palabras conforman nuestra sensibilidad (“Words, words, words”, que escribiera Shakespeare; “parole, parole, parole”, que chillara la canción). Hay palabras que nos remiten a algún hecho del pasado. Estudiando BUP, una profesora de literatura que escribía poemas a ratos libres nos introdujo la palabra amojamado. Desde aquel lejano entonces, no puedo ver una piel surcada de arrugas sin que me venga a la cabeza el susodicho adjetivo. En la misma clase, debíamos escribir los alumnos nuestros propios poemas. A alguien se le ocurrió utilizar, sin conocer su significado (pero en eso consistía para nosotros la poesía), el sustantivo arpegio, y la palabreja se nos pegó a todos durante semanas y apareció en los distintos florilegios poéticos que pergeñamos (o más bien perpetramos) al final del semestre. Hay palabras que usas a menudo en una época y que, corriendo el tiempo, pierden toda su vigencia. Embeleso o arrobo son vocablos que aprendí recién alcanzada la pubertad (creo que la primera, tomada de Garcilaso), pero su irradiación semántica no la he vuelto a sentir hasta hace un par de meses, por razones que no vienen al caso. A mí me encanta la palabra zanahoria, que me parece muy bella e infinitamente más sabrosa que la raíz anaranjada a la que menta. Pero es que en general todas las palabras españolas cuya raíz se remonta al árabe se me antojan hermosas. ¿Qué decir, pongamos, de alcachofa – palabra contundente como el puño a que se asemeja-, de arcaduz o de nuestro catalán atzucac? El juego de ajedrez parece que nació, en una forma primitiva, en India. Su designación, tan bonita, ya sea en castellano, ya sea en catalán, tiene denominación de origen arábiga: ajedrez, escacs. Pantufla -que nos remite a Don Pantuflo, el severo padre de Zipi y Zape- viene del francés. También del idioma de Ronsard -y no del de March- toman los anglosajones culde-sac. Mequetrefe, por otro lado, me resulta una voz muy gráfica de lo que nombra. Las palabras son, por ellas mismas, poesía pura. Y aquí no hay arte de birlibirloque que valga. A los catalanes que escribimos de vez en cuando en castellano suelen gustarnos palabras con muchas jotas, zetas o ches. Preferiremos así enjalbegar a blanquear (y como nos pierde el deseo de parecer castizos, nunca reconoceremos que no tenemos ni la más remota idea de algo, sino más bien que no tenemos pajolera idea de lo mismo, sin el ni). A alguien desaliñado y sin asear, le colgamos de oficio el fascinante adjetivo zarrapastroso. Si encima está flaco y muestra una salud débil, le añadiremos el calificativo escuchimizado (yo mismo he hablado de textos escuchimizados y escorbúticos, pero todavía no de poemas zarrapastrosos: lo de la crítica literaria tiene delito). En cuanto al catalán, hemos legado al mundo dos términos inequívocos y con no demasiado lustre: capicúa y allioli -auténtico deporte el constatar de cuán distintas maneras se puede escribir esta última en las pizarritas que anuncian fideuás en la costa. En fin, como decía un conocido locutor de Radio 3: besos, abrazos, arrumacos y achuchones. Y que gane la más guapa.

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